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Diario el comercio 

Entre la fe y el poder: la otra historia que no quieren que recordemos

Si me dieran a escoger, sería católico por la verdadera Teología de la Liberación, y jamás protestante ni evangélico, porque el pueblo merece fe que libere, no fe que someta

Jorge David Escalante Muñoz 

Publicado: hace 4 horas

Hay temas que siempre regresan, aunque algunos prefieran dejarlos enterrados bajo siglos de incienso y silencio. La religión, por ejemplo. Ese viejo edificio simbólico que se eleva sobre los pueblos desde antes de que existieran los Estados, los ejércitos o los mercados. Y que, sin embargo, ha caminado de la mano con todos ellos, como si la historia entera fuera un largo desfile de altares al servicio del poder.

La sociología no se anda con rodeos: la religión nació de la necesidad humana de explicar lo que no comprendía. Nació del miedo, del asombro, de la fragilidad. Nació también del ingenio y de la imaginación. Y, como recuerda Marx, muy pronto fue capturada por las clases dominantes para legitimar sus privilegios. La historia del mundo es también la historia de esa captura.

La cruz como argumento político

De Egipto a Roma, de Roma a la Europa feudal, la religión ha servido para decirle al pobre que su pobreza es voluntad divina, que la sumisión es virtud y que la justicia... esa llegará después, en un cielo cuidadosamente administrado. Y si alguien duda de esta maquinaria, basta mirar hacia nuestra América: la cruz llegó antes que las leyes y mucho antes que la libertad. No vino a abrazar culturas, sino a sepultarlas.

Edward Nottingham lo resumió con una precisión que incomoda: la religión ha inspirado los sueños más nobles, sí, pero también los mecanismos de control más eficaces. El miedo al infierno funcionó mejor que los ejércitos. La promesa del cielo, mejor que cualquier decreto real.

El cristianismo oficial y la obediencia como mandato

Cuando Constantino legalizó el cristianismo en el 313, aquel movimiento comunitario, pobre y marginal se convirtió en un engranaje imperial. Y desde entonces, no pocas veces fue herramienta para aplacar rebeldías y para enseñar a los sometidos que debían aceptar su condición con humildad cristiana. “Ponga la otra mejilla”, decían, mientras del otro lado alguien contaba las tierras, las monedas y los hombres.

Las nuevas sectas, los viejos intereses

Hoy, los grandes laboratorios del poder global han encontrado en ciertos movimientos protestantes y evangélicos un vehículo útil para penetrar territorios, moldear conciencias y desactivar resistencias. No es casualidad. Su discurso emocional, apocalíptico y milagrero funciona como una anestesia colectiva: gritos, desmayos, culpas, salvaciones exprés y pastores adiestrados en técnicas de persuasión.

Engels lo vio venir hace más de un siglo: la religión como “reflejo fantástico” de los poderes que gobiernan la vida real. Y esas sectas, que prometen el fin del mundo cada dos meses, terminan siendo un obstáculo para transformar el mundo real que tenemos enfrente.

Mi postura, sin rodeos

Después de caminar entre estas historias, entre estas heridas y estos desvíos, yo lo digo sin miedo:

Si me dieran a escoger, sería católico. Pero no por tradición ni por rituales vacíos. Sería católico por la verdadera Teología de la Liberación.

Porque allí —en las comunidades, en las luchas campesinas, en las voces proféticas que enfrentaron dictaduras— la fe dejó de ser opio y se convirtió en conciencia. Allí la cruz no fue instrumento de miedo, sino de dignidad. Allí el Evangelio se volvió compañero de los pobres, no látigo de obediencia.

Mientras muchas corrientes evangélicas han sembrado culpa, manipulación psicológica y dependencia emocional, la Teología de la Liberación enseñó algo radicalmente distinto: que amar al prójimo es luchar con él por la justicia, que Dios no bendice privilegios y que la fe sin compromiso es solo un eco vacío.

Y entonces, ¿qué hacemos con la religión?

No se trata de abolirla ni de idealizarla. La religión puede liberar o puede encadenar; puede abrir conciencias o puede cerrarlas. Su poder es real, profundo, ambivalente. La responsabilidad es nuestra: distinguir entre una fe que domestica a los pueblos y una fe que los levanta.

 Y es nuestra tarea decidir si seguimos repitiendo la versión que conviene al poder o recuperamos aquella que nos devuelve la dignidad.


Escrito por

Jorge David Escalante Muñoz

Educador, Filósofo, Conferencista, Activista Social y Defensor del Medio Ambiente.


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